Diagonal Periódico / Asaltar los cielos.
Declaración, el último libro de Michael Hardt y Toni Negri,
ha sido escrito al calor de la serie de «revoluciones conectadas» que
irrumpieron en el 2011: Primavera Árabe, 15M, Occupy Wall Street. La obra está
constituida por algunas ideas extraídas de las prácticas que se generaron en
estas revueltas y que pueden ser útiles para impulsar el paso de un llamamiento
a rebelarse contra la crisis y la falsa democracia, a la constitución de una
nueva sociedad. Es decir, a la creación de instituciones y nuevos derechos a
partir de los prototipos organizativos que se han dado en las redes y las
plazas.
Las obras anteriores de los autores –Imperio, Multitud y Commonwealth–
han constituido una referencia fundamental del pensamiento político actual. Lo
que las distingue de la pura especulación filosófica o académica es la
articulación de sus autores con los movimientos sociales y las luchas reales
del ciclo global de conflictos todavía en curso.
Para contribuir a esta tarea, la
Fundación de los Comunes –en colaboración con el Museo de Arte
Contemporáneo de Barcelona y el Museo Reina Sofía de Madrid– ha organizado una ronda
de charlas con Michael Hardt, bajo el título de Común y poder
constituyente, con el objeto de abrir discusiones públicas en torno a las
cuestiones planteadas en el ensayo Declaración.
En esta entrevista, desde la Fundación de los Comunes
preguntamos al autor sobre los movimientos contra la deuda como importante
derivación de estas revueltas y respecto a su relación con la construcción de
una democracia real basada en el común.
En Declaración planteáis que estudiar la deuda
desde la posición de los endeudados resulta útil para entender el proceso de
mercantilización de los derechos. ¿De qué manera transforma la deuda el vínculo
entre ciudadanía y derechos?
Nuestras sociedades han pasado de un sistema basado en el
bienestar (Welfare) a otro basado en la deuda (Debtfare). Las necesidades
básicas para la vida que debían ser cubiertas por la estructuras del Estado del
Bienestar ahora son solo accesibles mediante el endeudamiento personal.
Necesitas un préstamo para estudiar en la universidad, adquirir una casa o ser
atendido en un hospital. Es una grave injusticia que estas necesidades vitales
queden además fuera del alcance de muchas personas. Pero lo importante es
reconocer la naturaleza social y colectiva de este fenómeno, que forma parte de
un proceso neoliberal más general en curso desde la década de 1980,
intensificado en años recientes. Las luchas contra la deuda se basan hoy en
reconocer que endeudarse no es una elección personal, mucho menos el resultado
de un frívolo gasto excesivo. Se trata más bien de un fenómeno socialmente
determinado. Cuando reconocemos que no estamos solos en nuestro endeudamiento
podemos empezar a luchar juntos.
Judith Butler ha propuesto la «fragilidad» como el punto de partida para una alianza política que ya no se basa en la homogeneidad, sino en las diferencias. Esta idea parece sugerente dada la compleja composición del «99%», el «nosotros» que hablaba en Occupy. La proliferación de la confianza y el apoyo mutuo, rechazando la disciplina de la homogeneidad, ¿son ahora condiciones para organizar la revolución? ¿Cómo articulamos la relación entre el uno y el muchos, partiendo de nuestra condición finita, dependiente y vulnerable, contrarrestando el aislamiento que produce la individualización?
Es importante combatir los dispositivos de individualización
masiva que aíslan a las personas haciéndolas sentirse responsables e incluso
culpables de su propia subordinación, abandonadas en su impotencia. La deuda es
un dispositivo que produce este tipo de individualización mediante la retórica
de la autosuficiencia individual. Pero sería erróneo obsesionarnos con nuestra
victimización. Mediante redes de cooperación social podemos desplazar la
perspectiva de la dependencia individual a la interdependencia colectiva. No se
trata de imaginarnos inmunes, sino de crear un contexto social en el que
podamos sentir una seguridad real. En la relación de unas personas con otras
nuestras vidas pueden dejar de ser precarias. Los movimientos recientes contra
la deuda en Estados Unidos, España y otros lugares han generado poderosos
efectos de desindividualización: no solo bloquean la amenaza acreedora, sino
que también –y esto es aún más importante– construyen redes autónomas de
interdependencia y apoyo. Me gusta pensar en términos de «poder de la
interdependencia». Sin embargo, huir del individualismo forzado de la sociedad
del débito no significa fundirse indiferenciadamente en la masa. El asunto
plantea un reto teórico y político importante. Tenemos que demostrar que el
individuo aislado no es el único espacio de la diferencia, pero también que
nuestras redes de cooperación social autónoma funcionan porque somos diversos y
solo perduran en la medida en que nos permiten seguir siéndolo.
¿Cómo opera el «comunero», el sujeto que a vuestro juicio produce «el común»?
Resulta útil pensar al comunero como alguien que no solo
hace uso o participa del común, sino que también lo produce. El común debe ser
producido y reproducido continuamente. Todo lo que es común o susceptible de
devenir común —incluso el agua, la tierra y los bosques— forma parte, siempre,
de una relación de cuidado e interacción. También las formas inmateriales de lo
común —las ideas, las imágenes y los códigos— deben ser producidas y de tal
manera que puedan ser compartidas de forma sostenible. En una escala mayor,
debemos pensar en la metrópolis misma y en todas las relaciones sociales
insertas en ella como una gigantesca producción y un vasto reservorio del
común. El punto clave es entender que el común no es espontáneo ni automático,
que necesita del comunero que es quien lo produce y sustenta.
¿Cómo se organiza ese común que no es privado pero que tampoco responde al imaginario de lo público-estatal presente en las demandas de parte de los movimientos y del pensamiento de izquierda?
El común no se define sencillamente por la falta de control
privado o estatal, sino también por el establecimiento de un modo de gestión
alternativo: la autogestión democrática colectiva. Tales prácticas de
autogestión son lo que Toni Negri y yo llamamos «instituciones del común».
Mientras algunos sostienen que el común puede ser gestionado únicamente por
comunidades claramente delimitadas y reducidas, nosotros concebimos un común
definido por el libre acceso y la participación expansiva. El común se debe
caracterizar no exclusivamente por la homogeneidad en pequeña escala, sino
también por la mezcla y la pluralidad en una escala mayor. Esta discusión es
paralela a una conocida divergencia en las teorías sobre la democracia. Hay
quienes sostienen que una democracia real solo puede funcionar en el marco de
unas comunidades reducidas y limitadas, mientras otros —entre quienes nos
incluimos— imaginamos y luchamos por la democracia de una población a gran escala,
heterogénea y activa. Tal democracia real no existe aún de un modo
significativo y su realización futura no está en modo alguno garantizada, pero
constituye el horizonte —una estrella que guía en la imaginación política— para
un número cada vez mayor de personas alrededor del mundo. Una democracia real y
unas relaciones abiertas y expansivas del común son promesas por las que
debemos luchar.
¿En qué estado se encuentra la organización del movimiento contra la deuda en Estados Unidos después de Occupy? ¿Te parece que las iniciativas contra la deuda se pueden considerar un «comunero colectivo» en oposición al «capitalista colectivo»?
Existen numerosas campañas contra los desahucios organizadas
a nivel local en Estados Unidos, pero el proyecto contra la deuda de
coordinación más extendida es Strike Debt. Uno de sus aspectos más útiles es la
manera en que reúne las luchas contra diferentes formas de deuda: estudiantil,
sanitaria e hipotecaria.
Sin duda, iniciativas como también la Plataforma de Afectados
por la Hipoteca (PAH) en España y otras similares crean un común en la medida
en que combaten la segregación de la ciudad fragmentada y privatizada, y dotan
a las personas de herramientas con las que crear espacios comunes para vivir.
¿Qué significaría hacer realmente una metrópolis común? Es una cuestión de peso
difícil de responder. No me cabe duda de que Strike Debt o la PAH ofrecen parte
de la solución.
¿Dónde radica la posibilidad de romper con la individualización del tiempo, para afirmar una temporalidad de los «comuneros»? ¿Cómo podemos romper con la temporalidad de la deuda y afirmar un tiempo de la compartición, organizando la vida en común?
Para constituir una nueva temporalidad, tenemos que empezar
por investigar la naturaleza del tiempo en que vivimos hoy. El historiador E.
P. Thompson teorizó cómo la industrialización conllevó un cambio en nuestro
«tiempo interno». Mientras anteriormente se medía el tiempo en términos de
ciclos naturales y tareas materiales, el dominio de la industria introdujo una
medida homogénea y regular del tiempo que se propagó desde la fábrica hacia
toda la sociedad. Thompson señala también que el movimiento obrero industrial
dedicaba una parte importante de su esfuerzo a las luchas sobre el tiempo. La
lucha por reducir la jornada laboral operaba en el terreno de la temporalidad
industrial. Thompson propone reconstruir nuestro sentido del «tiempo interno»
en términos de qué hacemos, cuáles son nuestras prácticas cotidianas y cómo
cooperamos productivamente unas personas con otras. Es una tarea difícil, pero
este me parece por lo menos un punto de partida. El estallido de la fábrica
como modo de producción ha dado como resultado una fragmentación de tiempos de
la producción. La temporalidad del sujeto endeudado forma parte de esta nueva
pluralidad. Tenemos que dar cuenta en detalle de los diversos modos de
producción y de cooperación de los sujetos endeudados, para poder identificar
cómo constituyen en concreto su sentido del «tiempo interno» e investigar qué
potencialidades de revuelta se abren en este terreno.
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